sábado, 4 de octubre de 2008

Continuidad y cambio en la política del Partido Comunista: la actual apuesta electoral y el fin del ostracismo

Carlos Arrue
para Rebelión



La acumulación de fuerzas es un término útil, pero vago a la hora de intentar precisar los contenidos de una política. En estricto rigor, es un empeño permanente de cualquier fuerza política y el empleo del vocablo “acumulación”, supone una actitud activa en pos de sumar a un objetivo determinado, por ende, resulta una afirmación políticamente fácil de sostener, pero científicamente imprecisa. Nadie podría decir que pretende desacumular fuerzas. De modo que el énfasis debe hacerse en el cómo.

En el caso chileno, la izquierda sufrió un duro revés con la derrota de la Unidad Popular en 1973. Al Gobierno se llegó tras un largo proceso de lucha y unidad expresada políticamente en la unidad de los partidos principales del pensamiento y acción de izquierda; el Partido Comunista y el Partido Socialista. Ese proceso expresaba al mismo tiempo una combinación de factores de orden social e ideológico. El movimiento sindical, la lucha por la Reforma Agraria, la nacionalización del cobre y el común deseo de superar la sociedad capitalista amparada en la visión de la lucha de clases como motor de la historia, fueron parte de los sustentos que permitieron al movimiento popular formular un programa de cambios mediante el despliegue de amplias fuerzas y múltiples facetas de la lucha y la movilización. Se apostó a que estos cambios lograrían concientizar al pueblo a través de la experiencia y conocimiento que de la lucha dimana. Así, el proceso sería también un aprendizaje donde, a pesar de sus limitaciones, el formato de la democracia lograda en Chile, abriría paso a mayores grados de conciencia y acción del pueblo por sus derechos. La movilización constructiva, la búsqueda de la unidad y amplios acuerdos, el debate que estas aspiraciones promovían sumado a la crónica enfermedad de una sociedad subdesarrollada, dependiente, retrasada y sometida a una dominación arcaica guardiana de la asimetría socio económica, fueron factores que en su conjunto, evidenciaron las grandes contradicciones de una sociedad estancada.

La creencia de ser posible avanzar hacia una sociedad diferente utilizando las elecciones, no se basaba exclusiva o principalmente en el supuesto de que las clases dominantes respetaban la democracia pluralista, sino más bien, en la adscripción a la idea de que sólo logrando la unidad de las fuerzas de avanzada a través de una lucha activa y permanente a favor de los intereses del pueblo, se podía dar y acrecentar el marco legal instalado con la Constitución de 1925, base institucional del capitalismo de Estado, para luego, superar ese Estado como consecuencia de esa amplia unidad y fuerza mediante la continua profundización de ese proceso de transformaciones abierto.

Esta doctrina no era un dogma, sino una apuesta fundada. Pudo haber sido otra, pero fue esa, y el resultado consistió en un proceso de construcción de izquierda de profundas raíces forjando la unidad con la lucha. Tuvo deficiencias, sin duda, algunas de gravedad y no siempre superables con mayores grados de amplitud. En ese sentido, el movimiento popular careció de desarrollos estratégicos de la política, como todo proceso de cambio profundo, y no es el objetivo de esta reflexión ponderar todas y cada una de ellas, sino subrayar la originalidad de la vía chilena al socialismo, rótulo que tuvo esta política democratizadora de avanzada; originalidad con expresión práctica ya que culminó con la victoria electoral de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970.

Con el Golpe de Estado, la dictadura militar sepultó la forma en que los chilenos entendíamos la política. El fascismo incubado, condujo - con la aplicación del neoliberalismo y el Terrorismo de Estado – a la peor y más nefasta especie de pague uno y lleve dos, llevando a amplios sectores a distanciarse de la política y sumarse a una analfabeta apoliticismo, propiciada por el fascismo. La proscripción de todos los partidos, la inexistencia de elecciones, el ejercicio continuo de políticas violatorias de los derechos humanos, hizo imposible pensar en utilizar las formas políticas que los chilenos conocimos hasta aquel fatídico 11 de septiembre. La rebelión, la desobediencia y otras fórmulas y vocablos que acentuaban la confrontación con la dictadura, no sólo constituían la actitud ética más acertada, sino la única estrategia política susceptible de producir resultados tendientes a una apertura democrática. En definitiva, la violencia y la confrontación no la impuso el pueblo de Chile sino la clase dominante detrás del dictador.

Es realmente impensable la realización del plebiscito de 1988 y el reconocimiento de la victoria popular, sin la lucha y movilización de amplios sectores de la sociedad para poner fin a la tiranía. La salida pactada con el pinochetismo y acordada con el apoyo del gobierno norteamericano, exigió la exclusión del PC y enfatizó el descrédito de la violencia como medio de ejercer política. Más allá de las posiciones ideológicas o éticas al respecto, dicha afirmación no tiene asidero histórico ya que siempre, todos los sectores, clases, intereses y hasta religiones, han recurrido a la violencia - y más de una vez - para plantear un punto de vista. Pero la hipocresía y sobre todo, la aspiración de consolidar el nuevo tipo de Estado neoliberal, pudo hacer más y se inició una sistemática política de exclusión del PC por su oposición a ese modelo fragmentario y alienante de sociedad que acrecienta las brechas de desigualdad, utilizando para ello una falsa asociación - comunistas y violencia - logrando, en honor a la verdad, su objetivo; caricaturizar y reducir la política del PC a una simple obstinación y terquedad anclado en el pasado, legitimando y justificando su exclusión. En cierta medida, los comunistas también fuimos funcionales a esa idea aunque más en la retórica que en los hechos.

Se estableció en Chile desde entonces, una transición interminable y, por más que se le quiso poner fin, es imposible llegar a la democracia porque la Constitución de 1980 es anti democrática por esencia y mientras rija, la democracia es una quimera.

Ante esto, ¿qué hacemos? Hubo quienes pensaron que era posible sumarse al estado de cosas, acatando sus reglas y hacer la vista gorda de las graves deficiencias instaladas en una Carta Magna sobre ideologizada. Otros pensaron que era necesario mantener las posiciones más confrontacionales con la institucionalidad por ser heredera de la misma miseria dictatorial. A partir de estas lecturas, se forjaron desde la exclusión y denominada izquierda extra parlamentaria, dos visiones centrales de política que tendían a su vez a mutuamente excluirse, atomizando más aun la fragmentada izquierda como nueva expresión - de mayor complejidad - de la intolerancia esparcida por la dictadura. Con ello, el mapa político pareció consolidarse entre Concertación y Alianza ya que la izquierda no lograba, aunque lo intentaba, apuntalarse como alternativa, no asumiendo que una estrategia política - para ser estrategia - debe visibilizarse como viable, de lo contrario, es testimonial.

Esta situación pareció plantearse entre lo éticamente correcto frente a lo políticamente necesario y por ende, terminó por configurarse como una dicotomía incompatible por cuanto lo éticamente correcto era políticamente inconducente y lo políticamente necesario equivalía a una transacción incorrecta. Esta dicotomía pudo resolverse en la discusión ideológica y ética, pero no fue así por cuanto existió una tendencia a la negación del otro, aunque hubo convivencia.

El cambio en el escenario político latinoamericano se abrió paso rápidamente, en donde la izquierda, representada en fuerzas que políticamente se definían desde una posición anti neoliberal y nacionalista, identificando en la política estadounidense un estorbo a las aspiraciones de realización de progreso y democracia en América Latina, lograba expresarse electoralmente, con una gran y creciente presencia. Esta fuerza electoral en ascenso, no debilitó su capacidad de movilización, pero dos hechos constituyen puntos centrales en el cambio de la correlación de fuerzas. El derrotado Golpe de Estado en Venezuela, que aceleró el proceso de cambios en dicho país y, en segundo lugar, la victoria electoral de Evo Morales en Bolivia. La crisis política previa a la ascensión de Morales en Bolivia, pudo haberse resuelto por la vía de una especie de asalto al poder, sin embargo, se decidió apostar a un camino institucional y el resultado llevó a un hecho sin precedentes que tuvo una legitimidad otorgada por el aplastante triunfo de Evo Morales en las elecciones presidenciales. Dicho sea de paso, el reciente referendo no hizo sino consolidar esa legitimidad. En Venezuela, un referendo de similares características, también dio una legitimidad insospechada a Hugo Chávez. De modo que las elecciones se convirtieron en una forma legitimada de gobernar para las posiciones anti neoliberales, nacionalistas e incluso, anti imperialistas. La democracia en estos casos, no es un instrumento de dominación, sino un fin y un medio para los cambios, que convierte la afirmación por el cambio en su propia reafirmación legitimante del rumbo emprendido haciendo que la mal llamada democracia burguesa y la mal llamada vía electoral, adquiera nuevos contenidos y objetivos.

Así las cosas, en Chile, los vientos del cambio y su significado llegaron, así fuera tarde. Hemos ido comprendiendo que la participación en elecciones no es un problema de principios, sino que responde a la realidad en la cual nos desenvolvemos cuya transformación puede impulsarse electoralmente y, de ser así, el objetivo ha de ser potenciar la posibilidad del cambio, variable cuyo éxito depende de que la política desplegada tenga por orientación responder a los anhelos populares. En ese camino, comprender que las posiciones políticas no se sostienen por sí mismas es vital toda vez que la mera enunciación de un punto de vista no actúa como una llave que al girar, funciona. Más bien, lo central es abrirse paso mediante un esfuerzo que implica captar cómo los procesos sociales y políticos sólo tienen lugar en medio del movimiento y no se dan de una vez y de forma definitiva. Pensar de esta última forma, es absolutamente ahistórico.

Decía Lenin, citando a la ciencia, que todo se mueve, nada es estático. En política, las tácticas varían según varían la correlación de fuerzas, y hay avances y retrocesos. En la práctica, aunque afirmamos esta creencia en mil y una ocasiones, asumimos muchas veces sólo la necesidad de avanzar, no comprendiendo que muchas veces, es imprescindible identificar por donde avanzar y por donde debe cederse. No entender eso, lleva a la absolutización de lo cedido y la minimización de lo avanzado y con ello, a la reducción de los pasos tácticos que el avance logre abrir. Esto sucede cuando se elimina del análisis el problema del poder y el problema planteado al inicio, la acumulación de fuerzas.

Para que una política de oposición al neoliberalismo pueda encaminarse, debe partir asumiendo la existencia del neoliberalismo y todo lo que ello signifique. Debe asumir que hay intereses que lo defiende y lo protege y por tanto, se despliega una lucha al realizar el intento de desmontarlo. Debe asumir que la estrategia de desmontaje del lastre neoliberal no se decreta sino más bien se disputa y esta disputa se da en el plano táctico. Para ello, constituyen elementos centrales, la amplitud de las fuerzas que convocan al cambio, la lucha permanente por la democracia y la capacidad de ejercer gobierno: Unidad, lucha y también conducción.

Estos tres requisitos, demostrados en la experiencia latinoamericana, no siempre se configuran en escenarios de ruptura sino como quiebres parciales en donde resulta necesario comprender la hegemonía al estilo gramsciano. Indudablemente, existe la posibilidad de retroceso y existe la posibilidad, más compleja aún, de adaptación y acomodo propio de cualquier tipo de quiebre parcial por el pacto social – transitorio - que lo ha logrado sostener, trayendo consigo la posibilidad de inercia y luego incluso, el sometimiento hacia el régimen saliente que sigue siendo poderoso y coexistente. Pero así es la lucha política y eso fundamenta el rol de las organizaciones políticas que se plantean el cambio societario.

Por ello, la situación electoral en Chile hoy, donde la izquierda se ha unido, en donde además, como elemento cualitativo nuevo, existe en las próximas elecciones municipales, un llamado acuerdo por omisión para la elección de Alcaldes en algunas comunas entre esa izquierda - que se opone al neoliberalismo - y la gobernante Concertación - que apoya el neoliberalismo - constituye un escenario interesante. No tanto por la forma, sino por el contenido. No se trata de comunas más o comunas menos. Se trata de una lucha por abrirse paso, por dejar atrás definitivamente una política testimonial y avanzar hacia una política que incide en el rumbo del quehacer nacional. Y esta expresión electoral ha de traducirse en toda la potencialidad de la política, en donde el diálogo y la movilización vayan de la mano, construyendo unidad, plataforma programática y conciencia.

La potencialidad de la política ha de ser incluyente, no excluyente, haciendo que las posiciones de izquierda sean de las de sumar actores colectivos e individuales, en una interacción directa con la sociedad, construyendo, desde los grandes y pequeños espacios, aquellos nichos de consensos que combinen la oposición al neoliberalismo y la búsqueda interesada de una sociedad que destierre la desigualdad - buscando justicia social y progreso - con la realidad que vivimos y su complejidad y contradicciones. Con ellos, debemos encontrar puntos de acuerdo, de avances, debemos enseñar y aprender y un gran desafío en este sentido, es conocer mejor y estudiar más la realidad en que vivimos y no sólo renegar de ella. Esto se ha buscado por muchos años, pero tras la intensa disputa por poner fin al sistema binominal electoral chileno y su evidenciada calidad excluyente, la elección municipal venidera, se convierte en un escenario donde la premeditada exclusión de los comunistas sea definitivamente cuestionada con un importante apoyo en las urnas.

Es un gran desafío, pero dista mucho de ser imposible, como dijera Martí, no existen problemas difíciles, sino hombres incapaces. Por lo demás, la historia de Chile nos muestra la factibilidad de construir lo imposible, porque nuestro pueblo no es tan ignorante ni tan olvidadizo como muchos pretenden hacer ver y ni la dictadura más sangrienta y brutal pudo borrar, a pesar de toda la fuerza de su intento, a la izquierda chilena porque no se puede excluir una historia de lucha y de unidad y el pueblo de Chile, que ha dado grandes hijos y los seguirá dando - continuadores de nobles virtudes - saben donde ha estado el corazón de los más grandes chilenos.

La izquierda en Chile aún tiene un largo camino por recorrer, y mucho por aprender, pero tiene un lugar en lo más hondo de la identidad nacional imbricándose de tal modo que es imposible de desconocer. Al mismo tiempo, esa izquierda debe asumir que es un instrumento del cambio y no su finalidad, por ende, es nuestro pueblo al que debemos saber interpretar y no desde posiciones maximalistas ni tampoco reducirlo a una amorfidad ignorante. Se trata de acumular fuerzas en función de conquistar el poder en beneficio de las grandes mayorías y ello requiere de una izquierda actuante, incidente, pensante, luchadora, dialogante, estudiosa, sagaz, flexible y atenta a las necesidades de los chilenos. En alguna medida, de eso se trata nuestro esfuerzo electoral. De forma incipiente, de manera inicial, pero con mucha claridad sobre los contenidos del desafío en ciernes.

Carlos Arrue, es miembro de la Comisión de Relaciones Internacionales del Partido Comunista de Chile

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